Este autorretrato está basado en entrevistas que ofreciera Rey Montalvo, indistintamente, a los periodistas Bladimir Zamora, Víctor Pintos, Yirmara Torres, Fidel Díaz Castro, Yenli Lemus, Hugo García, Giusette León, Laura Roque, Jessica Mesa, Rouslyn Navia y Aracelys Bedevia, además de notas publicadas en medios de prensa cubanos y argentinos.

Para algunos, tener éxito es salir en la televisión con frecuencia, caminar por la calle y que la gente se amontone para sacarse una foto contigo, presumir de millones de fanes en las redes sociales y de múltiples vistas en tus videos de YouTube. A otros no les interesa el carácter triunfalista del concepto, una felicidad no es La Felicidad.

Es devastador el éxito cuando se convierte en un exilio de ti mismo. No te hace mejor o peor artista salir en los medios, pero alguna gente no sabe eso, y solo aplauden si la televisión dice que hay que aplaudir.

Soy exitoso desde que empecé a jugar al artista, porque siempre he tenido amigos que me acompañan, me empujan cuando quiero parar y me amarran cuando algún ego cae sobre mis hombros. Seré exitoso mientras tenga algo útil para decir, un ser luminoso cerca del que pueda contagiarme para seguir creando y queriendo estar vivo. Seré exitoso mientras tenga alguna felicidad de las tantas que nos mendigan por los alrededores y que ignoramos porque el ser humano es ambicioso e inconforme.

Fui inscrito en el registro civil de Perico, un pequeño municipio cubano al que pertenece la comunidad del Central España Republicana, donde vivieron mis padres y abuelos maternos hasta un poco después de nacer yo. En mi familia paterna había tradición musical; me contaba mi padre que dos de sus tíos fueron alumnos de Rafael Somavilla. Por herencia materna creo que no llegó nada de música, en todo caso sí la vocación de escribir.

Mis primeros años de vida los pasé viajando por toda la provincia de Matanzas, ya vivíamos en el municipio capital, y los fines de semana visitábamos a mi abuelo materno en la comunidad del ingenio y a los muchos parientes del otro lado de la familia que tenía en Cárdenas.

En el Central, mi abuelo me recibía con los juguetes desperdigados en el piso, yo convertía el cajón en escenario e inventaba un show donde mis soldaditos doblaban las canciones de Pablo Milanés, sobre todo. La vida social era más activa en Cárdenas, salíamos al parque a ver a la banda donde tocaban aquellos tíos de mi papá, íbamos al cine-teatro, a la Casa de Cultura. Cada pequeño mundo tenía su hechizo, ver los trenes, recorrer el ingenio, robar caña de los vagones que hacían fila esperando que la locomotora los vaciara en el basculador, estimulaba mi aliento expedicionario.

El original Reynaldo Montalvo, mi padre, fundó el Trío Madrigal en 1992, él tocaba la guitarra, y cantaba con esa voz fecunda que todavía conserva. Ya tenía una carrera musical significativa, era tenor en el Coro de Cámara de Matanzas, había sido fundador del Movimiento de la Nueva Trova en Cárdenas; incluso, con un grupo que integraba en 1982 obtuvo el primer lugar en Todo el mundo canta, un importante concurso de talentos de la época.

Con cinco o seis años, empecé a imitarlo, y me divertía dándole golpes a unas banquetas o incluso a una de sus guitarras viejas. Me enseñó a tocar las claves y cantar a la misma vez, toda una proeza para un niño de esa edad, o por lo menos con esa disposición me exhibía en sus ensayos, donde me invitaba a hacerle voces a las canciones de Miguel Matamoros, Sindo Garay, Moisés Simons y otros maestros compositores.

Así mi niñez, entre los ensayos del Trío Madrigal, y del Coro de Cámara dirigido por José Antonio Méndez Valencia; dormido en una butaca del Teatro Sauto o de la Sala White cuando acompañaba a mi madre a sus coberturas periodísticas, en el ballet o en un concierto de la sinfónica; y más adelante en el tiempo, actuando (si se quiere ver así) con el Teatro de las Estaciones de Rubén Darío Salazar, o en un aula de la Escuela Elemental de Arte, sacando muy malas notas en la especialidad de piano, y contando los meses para empezar con las clases de percusión, que era en realidad lo que prefería.

Cuando pequeños todos nos sentimos un poco artistas, jugamos a eso, más en la Cuba de mi niñez, con el esplendor de las Casas de Cultura, con la cantidad de proyectos y círculos de interés que incentivaban la pasión por las artes, pero cuando el juego empieza a convertirse en rigor, el sentido común inmaduro casi siempre nos tienta a rendirnos. Me fui de la escuela de arte meses después de que mis padres se divorciaran, era mi papá sobre todo el impulsor de mis estudios musicales, y sin él en mi vida diaria, los abandoné. Era muy difícil para mí renunciar a bailar trompo, o a correr por el parque con mis contemporáneos, para pulir mi destreza en las teclas de un piano dibujadas en un papel.

Después de eso desatendí la música por completo. Comencé a escribir cuentos y guiones de aventuras por diversión, estos últimos, se los llevaba a una locutora amiga de mi madre para que le pusiera voces, después hacía la puesta en escena con los mismos soldaditos de siempre.

Por esa época comencé a actuar en programas infantiles de la radio y la televisión locales, y en el preuniversitario fundé, junto a otros amigos, un grupo humorístico, donde por mucho, yo era el menos gracioso.

Entonces aprendí a tocar guitarra, no tanto por tenerle cariño a ese instrumento, sino para aprovechar mi tiempo libre, porque en los deportes no me iba bien. Le pedí a mi padre que me dibujara acordes simples en un papel y con esos mismos hice mis primeras canciones. Era más fácil componer que aprenderme otras, sobre todo, porque las que me gustaban eran las de Silvio Rodríguez, Serrat o Santiago Feliú, y si hoy me resultan complejas de tocar (sino algunas imposibles) en aquel entonces ni se me ocurría someterme a ese trabajo.

No me sentía trovador ni mucho menos, era un nuevo juego, imbricaba mi necesidad de escribir con la música. Muy pocas personas me vieron guitarrear en esos años, y absolutamente nadie sabía de mi naciente faceta de compositor de canciones. Ya en el Servicio Militar aproveché la ventaja de tocar guitarra para librarme de algunas guardias, pero solo reproducía convenientemente un par de éxitos de Pablo Milanés y de Silvio.

No es la trova un movimiento de multitudes, su explosión en la década del 70´está muy relacionada al contexto social en Cuba, a la épica de ese tiempo que ya se diluye en un mundo cada vez más globalizado de tontería y anemia espiritual. Los trovadores somos también de pequeños espacios, y digo también porque no es exclusivamente ahí a donde pertenecemos, aunque a allí nos envía el sentido común de algunos empoderados, los mismos que piensan que existe una única cultura y pretenden analizarla desde un positivismo nocivo.

La trova es un modo nuevo de ver la canción, la canción como obra de arte, como devolución sublime de lo que el autor descubre de su realidad; o por lo menos el intento de innovar en la música y en la poesía, de romper estereotipos culturales. La trova es su historia sumada a lo que los trovadores en cada tiempo decidan ser.

Siempre pensé que mis canciones no aportaban nada, utilizaba los mismos cuatro acordes que me sabía y la poética era copia de lo peor que escuchaba u ojeaba. Pasé mucho tiempo en el ostracismo, hasta que mi padre, en una de mis visitas a su casa en Cárdenas, insistió para que le cantara algo a Tony Ávila, un trovador popular en la ciudad; años después, fue descubierto por los medios de comunicación y reconocido como uno de los referentes de la trova en Cuba.

En medio de una descarga familiar, Tony me ofreció la guitarra, canté un par de cosas y los amigos me aplaudieron con entusiasmo. A partir de entonces cada vez que escribía una canción tenía que soltarla, como para evitar que me explotara por dentro, mi único deseo era compartirla sin tomar mucho en cuenta las reacciones. En Cárdenas encontré los primeros escenarios, el proyecto Suerte de Cangrejos organizaba encuentros de trovadores, y Tony me invitaba a cada peña.

En el año 2007 llegué a la Universidad de La Habana para estudiar la carrera de Sociología. La capital me aplastó los vestigios de mi ego adolescente. En mi círculo de amigos en Matanzas alcancé cierta notoriedad porque muy pocos hacíamos canciones, pero en la Universidad varios tocaban guitarra, casi todos mejor que yo, y tenían una banda sonora más actualizada que la mía. Me dediqué a aprender, adquirí el vicio saludable de repasar la guitarra diariamente, escuchaba música todo el día, descubrí nuevas y tremendas canciones, perdí totalmente el miedo a cantar lo mío frente a cualquier público, y conocí a muchos trovadores. Cada una de estas experiencias influyó positivamente en mi manera de entender la música, y el arte en general.

Creo que soy un poco promiscuo en gustos de ese tipo. Me cuesta trabajo colgarme una etiqueta y encasillarme en ella. La Sociología siempre me llamó la atención, por esa inquietud de explorar más allá de la superficie de los hechos que desencadenan las interacciones humanas. Siempre he querido ser ese tipo de explorador, intuitivamente aspiré a hacerlo desde las canciones, la carrera me dio herramientas que se incorporaron después a esa tendencia de querer mirar más allá. Nunca sé si lo logro, pero disfruto el intento.

Comencé a participar en los festivales de artistas aficionados de la Universidad, y ya por ese entonces me animé a organizar un concierto en solitario. Fue en agosto de 2009 en el Museo A la Batalla de Ideas en Cárdenas, Tony Ávila me apoyó mucho, al igual que mi padre y otros músicos amigos. La lluvia interminable de aquella noche atrasó el inicio de todo, tuvimos que desmontar el escenario al aire libre en el patio del museo, y acomodarnos en uno de los salones para volver a ecualizar sonido. Esa situación inesperada me dobló la presión y los nervios, pero fue un alivio cuando vi que el público esperaba pacientemente para escucharme por primera vez más de tres canciones seguidas, organizadas en la coherencia de un espectáculo en el cual trabajé mucho.

Meses después repetí la experiencia en Matanzas, y la noche fue una imitación total de la primera vez: llovió, tuvimos que mudar el escenario, empezamos el concierto dos horas después de lo previsto, pero el público recibió las canciones con el mismo entusiasmo. Aquel ritual me persigue, no recuerdo una excepción, antes de cada uno de mis conciertos llueve torrencialmente, una periodista alguna vez me llamó “el trovador que atrae la lluvia”, ya me adapté.

La música de Silvio rodea mi vida desde que tengo conciencia, al igual que la de Pablo, Serrat y otros genios de la canción, la obra de ellos es tan cercana que parece que los conociera de siempre.

En el año 2008 a mis antiguos jefes del Servicio Militar se les ocurrió invitarme a que acompañara en la guitarra a un oficial en uno de los conciertos que Silvio hizo por Centros Penitenciarios de Cuba, ahí hablamos por primera vez. Después volví a verlo en Cárdenas, en un aniversario del Grupo Nuestra América; pasaron un par de años, y en una gala de la Universidad donde yo canté, le entregaron un premio, a partir de entonces vino la idea (suya, por supuesto) de producirme un disco y nació Lares, con la dirección musical de Emilio Vega.

La mezcla de muchos azares me ha hecho vivir la experiencia de aprender en cada encuentro con Silvio, en estos que te cuento y en los posteriores, y con Vicente Feliú, con Augusto Blanca, con Lázaro García, con Pepe Ordás; también son maestros de aptitud. Es una generación admirable, no solo por la obra que parieron en este país, también por su calidad como seres humanos.

Lares fue una sorpresa para mis canciones, más de una vez pensé que era un regalo inmerecido para un joven tan novato en la música como lo era. Tenía poco más de veinte años, mucho por aprender, y en este caso Silvio Rodríguez me dio la oportunidad de pasar por alto algunos grados en esta escuela.

Ya había fundado varios espacios sistemáticos en Matanzas, eso que los cubanos llamamos peña, estaba cantando mucho; la Editorial Vigía había publicado un cancionero con 25 textos míos y con prólogo de Vicente Feliú en el 2011; conocí a Pablo Milanés en una celebración a la que fui invitado por Raúl Torres, pero no tuve oportunidad de cantarle ninguna canción y liberar ese deseo contenido de demostrarme a mí mismo que iba por buen camino, con un gesto de aprobación de alguno de mis ídolos. Ese mismo impulso me acercó a Silvio en uno de los festivales de aficionados donde canté y él estaba, hice lo que nunca antes, le entregué unas grabaciones amateurs mías que me llevaron a una reunión en su estudio donde me abrió las puertas para producir mi primer disco.

Contrario a lo que pensaba, ningún elogio me confirmó que iba por el camino correcto, descubrí que los caminos también tienen retornos, curvas, sillas (como dice Silvio), barrancos; en todo caso las valoraciones positivas (las cuales oculto de los altoparlantes) me ubicaban en un presente difícil, y me ponían la presión de estar a la altura de lo mejor que los otros enuncian de mí.
Lares se grabó en los estudios Areito de la Egrem, con la producción musical de Emilio Vega y con la participación de importantes músicos cubanos, alguno de ellos, vinculados al proyecto Buena Vista Social Club. En una canción me acompañó Silvio, y en otra Vicente Feliú, alguien a quien respeto mucho.

Por esos años el Centro Pablo de la Torriente Brau también me abrió las puertas, me invitaron a protagonizar uno de los conciertos en el importante espacio A Guitarra Limpia, y luego me incorporaron al proyecto de intercambio cultural Nuestra voz para vos, gracias al cual llegué a Argentina por primera vez.
La experiencia de viaje está resumida en una serie de crónicas que publiqué en las redes sociales con el título de Ruta Sur.

Si lo cuento todo parece cercano en el tiempo, quizás por la avalancha de sucesos a partir de aquí que ya complejiza mi deseo de ordenar cronológicamente la historia o de contar cada experiencia, han pasado varios años de aquella primera canción que escribí, de mi primer encuentro con Vicente, o con Silvio; de las descargas con Tony Ávila o Raúl Torres, del primer concierto, el primer disco, de la primera vez que salí de Cuba y me sorprendieron con alguno de mis versos aprendidos, o llegó una mujer desconocida a agradecer por mi música.

En esta aventura de aprendizaje y juego he cultivado muchos amigos, es de las cosas que más valoro. He conocido personas interesantes, culturas diversas, pero como el primer día me siento un explorador con la mochila abierta dispuesto a guardar todo lo que valga la pena.

Crecimiento, en todo sentido. Me interesa el arte que me haga vibrar, que traiga algo nuevo, u otro punto de vista de lo común. A estas alturas, cuando todo parece estar escrito, cantado, dibujado, actuado, todavía te sorprenden muchos buenos artistas estrellándote una verdad en la cara (o una mentira), y te demuestran que la vida no es sencillamente lo obvio.

Selección de textos y edición: Víctor G. Oliva